Junto mis manos en la
simetría de mi cara e inclinándome ligeramente digo: Namaste!
Esta forma de saludo
amigable fue lo primero que aprendí cuando llegue a Nepal, y a su ciudad
Katmandú, hace ya unos cuantos años.
Llegábamos del occidente esplendoroso,
con la idea de subir montañas, sin saber que antes viviríamos Katmandú y su
frenesí, y que esa experiencia nos cambiaria para siempre.
De golpe nos sumergimos en un espacio seductor, un estimulo constante de olores, sonidos y sabores que jamás habíamos experimentado. Era un paroxismo sensorial total.
De golpe nos sumergimos en un espacio seductor, un estimulo constante de olores, sonidos y sabores que jamás habíamos experimentado. Era un paroxismo sensorial total.
Caminar por sus calles,
moverse de una zona a otra en esos pequeños taxis que están siempre al límite
del atropello, montar en los rickshaw, bicicletas con sofá que un famélico hombre
mueve con sus fibrosas piernas, o perderte por sus callejuelas sin saber dónde
está el norte o el sur, son vivencias exquisitas e inolvidables.
Esta también el Katmandú que ruge con su modernidad, con el afán del hormigón y la construcción sin control, con los enormes coches de potente aire acondicionado, con los nuevos garitos donde se escucha rap y se beben combinados extranjeros. Una ciudad que pide desarrollo y futuro. Algo que ahora se ha visto truncado por la fuerza de la naturaleza.
Esta también el Katmandú que ruge con su modernidad, con el afán del hormigón y la construcción sin control, con los enormes coches de potente aire acondicionado, con los nuevos garitos donde se escucha rap y se beben combinados extranjeros. Una ciudad que pide desarrollo y futuro. Algo que ahora se ha visto truncado por la fuerza de la naturaleza.
En aquellos días,
caminábamos por los barrios periféricos de la capital, y nos acercábamos a
admirar los innumerables monumentos arquitectónicos que existen a la vuelta de
cada esquina. Todo es un imponente legado artístico, envuelto en el hechizo
trastornado por un tiempo que parece se niega a pasar más deprisa. Así, a
primerísima hora de la mañana, cuando aparecen las primeras luces, nos
acercábamos a la gran estupa Bodhnath. Lugar de silencio, rezo y adoración, en
el cual ciento de budistas hacen girar los enormes rollos de oración mientras
caminan de izquierda a derecha alrededor del monumento. Así lo hacíamos
nosotros también, solo por respeto.
Descubríamos más tarde
los pueblos cercanos de Bhaktapur,
Nagarkot , Kirkipur o Patan. Este último, Patan, es la población que el
rio Bagmati separa de Katmandú. En su interior encontramos la plaza Durbar que
presenta la mayor concentración arquitectónica por metro cuadrado. Todo ello empaquetado en una atmosfera de
paz, meditación y tranquilidad de la que difícilmente puedes evadirte.
Todos los lugares que
visite en aquella primera ocasión, han pasado nuevamente frente a mis ojos cada
vez que he vuelto a Nepal, y en ese entorno siempre he encontrado la sonrisa
amable, el saludo inesperado, el agradecimiento, o la simpatía impagable del nepalí.
Cuando he remontado los
largos y altos valles del Solo Khumbu para escalar algunas de las montañas más
grandes de la tierra, siempre he tenido cerca un té caliente que Dawa, Mingmar,
Lhakpa o Pemba me acercaban con una sonrisa sólida, inquebrantable. A lo que yo
respondía: dhanyabad (eskerrik asko).
Algunas de las
experiencias más intensas de mi vida, sin lugar a dudas, las he vivido en ese
país. Un país por el que ahora lloro, y una gente por la que día a día junto
mis manos en la simetría de mi cara y me inclino ligeramente para decir: Namaste
Nepal!, mientras crece en mi interior la esperanza de volver a ver un país
trabajador recuperando su futuro después de la devastación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario